• Naciones Unidas y un alto magistrado israelí han admitido en las últimas semanas que los crímenes cometidos por Israel son de lesa humanidad.

Hebrón (Palestina). M.A.F.

Ya se puede decir: Palestina sufre un apartheid. Lo que hasta ahora era evidente a ojos de quienes viven en Cisjordania y Gaza, y de quienes visitan esas tierras fuera de los márgenes turísticos con al menos una pizca de empatía, ahora es una verdad asumida por los organismos que establecen los criterios de medición. El apartheid ya no es un adjetivo, es un hecho. Tal cual.

«Israel practica el apartheid en los territorios palestinos ocupados», afirma en un reciente informe el relator especial de la Organización de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en territorio palestino, Michael Lynk. «Hoy existe en el territorio palestino ocupado por Israel desde 1967 un sistema legal y político dual profundamente discriminatorio, que privilegia a los 700.000 colonos judíos israelíes que viven en los 300 asentamientos israelíes ilegales en Jerusalén Este y Cisjordania», explica el relator, que también habla de muros y de puestos de control y que recuerda que tres millones de palestinos y palestinas «están sin derechos, viviendo bajo un régimen opresivo de discriminación institucional». Sin olvidar que dos millones de personas viven en Gaza, «una prisión al aire libre», en palabras de Lynk, sin acceso adecuado al agua, a la energía o a la salud.

A veces poner nombre a las cosas ayuda. Las dimensiona y ofrece un marco contextual y analítico. Unos días antes de que se publicara el informe del relator, Lubnah Shomlai, integrante de la organización palestina de derechos humanos Badil, participó en un encuentro online con periodistas para hablar sobre nuevas narrativas, es decir, de la importancia de los conceptos usados para describir los hechos. «Israel ha cometido crímenes, hay mucha investigación e información, pero la terminología lo minimiza», denunció Shomlai, quien también reconoció que cada vez se usa más el concepto «apartheid». Un término que, por cierto, no es solo algo físico, aunque cueste creerlo al ver los puestos militares de control, los asentamientos de colonos en territorio palestino, el muro, las calles solo para israelíes en Hebrón o las carreteras solo para población israelí que cruzan Cisjordania. Hay situaciones que incluso se escapan de la lógica de la expulsión física, es todo más sutil.

La singularidad de Jerusalén
Budour Hassan es abogada del Centro de Derechos Humanos de Jerusalén y habla de «la burocracia de la represión», esa que dice no siempre es visible y es más difícil de conocer que la violencia visible, «porque es la cotidiana que afecta a la vida diaria; solo se sabe cuando se habla con la gente». La abogada explica los problemas de residencia para la población palestina de Jerusalén, residentes permanentes y no ciudadanía en el vocabulario de Israel. Estas triquiñuelas léxicas hacen que el Gobierno pueda reubicar su residencia, a pesar de que la ciudad siempre ha tenido un régimen jurídico especial. «Más de 14.000 fueron reubicados en 50 años: a gente nacida y crecida de repente les dicen que no son legales en su ciudad», cuenta la jurista en un perfecto castellano, aprendido escuchando partidos de fútbol y baloncesto.

Otro ejemplo de esa burocracia represiva de la que habla Hassan es que si alguien se va siete años fuera de Jerusalén ya no puede volver a tener su residencia en esta ciudad clave. La reubicación punitiva es otro más de los mecanismos que describe la abogada. «La existencia de los palestinos en Jerusalén es muy vulnerable porque están bajo riesgo cotidiano de perder su derecho de residencia, su ciudad», continúa Hassan, que no deja de nombrar técnicas burocráticas de exclusión, de ingeniería demográfica. «Si tu marido es de Cisjordania y tienes una criatura, es muy difícil registrar a tu bebé. Este trámite mundano puede durar cinco años y la familia no puede vivir junta en Jerusalén», cuenta deprisa, como si lo que narra no fuera una absoluta barbaridad propia de novelas o series de televisión distópicas, esas que hay que leer o ver con atención. «La ocupación fragmenta a las familias, que viven una pesadilla cotidiana solo para sobrevivir. El objetivo no es vivir una buena vida, es sobrevivir. El derecho a sobrevivir no está garantizado», afirma la jurista, que ayuda a vecinas y vecinos de Jerusalén a no perder su residencia, a registrar a los niños y niñas y a proteger las casas de la demolición.

Ya fuera de la oficina de Budour Hassan, un paseo por las calles de Jerusalén imprime una postal de la absoluta desigualdad cotidiana, la de junio de 2018: barrios de población palestina abandonados y sin inversión pública, en donde ni siquiera se dan licencias de obras para reformas de casas frente a otras zonas perfectamente equipadas. «En los viajes turísticos organizados por Israel la ocupación no existe. Hay dos mundos en Jerusalén. Apartheid no es sólo una palabra, es una realidad», describía.

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